lunes, 14 de diciembre de 2015

Carlos Enrique Saldivar

invitado

Carlos Enrique Saldivar





Ella había sufrido mucho en su vida. De hecho, había padecido diversos horrores, pero aquel último episodio había sido la gota que derramó el vaso de su resistencia mental; nunca supo cómo lo había logrado, mas pudo escapar con Carlitos, quien solo tenía dos años en aquel entonces. El trauma era inevitable, las pesadillas y las alucinaciones duraron un lustro; no obstante, logró recuperarse y salir adelante junto a su hijo. Dejaron atrás Italia, la tierra que los vio nacer y que, al mismo tiempo, les había causado tantos pesares.
Huyeron de un mundo abominable, cubierto de violencia, de dolor.
Intentó siempre ser una buena madre, crió sola durante seis años a su hijo. Lograron establecerse en Lima, en una zona agradable. En un distrito llamado San Juan de Miraflores, conocido antaño por sus abundantes y bonitos parques, los cuales hoy lucían marchitos. Consiguió empleo de secretaria en una empresa y obtuvo un buen nivel de vida para su vástago, quien iba creciendo a paso acelerado. Lo dejaba al cuidado de una señora de buen carácter hasta las seis de la tarde, hora en que ella llegaba del trabajo. En ese lapso, que parecía muy corto, lo ayudaba con sus tareas y disfrutaba la dicha de tener un niño tan hermoso e inteligente a su lado. Sin embargo, la armonía no era completa. Ella no permitía que Carlitos saliera a la calle. La vida del niño transcurría del colegio a la casa y de la casa al colegio, no iba a las reuniones que organizaban sus compañeros, no iba a jugar a la calle, aunque fuese afuera, en la cuadra, a unos metros de su morada; tampoco iba a la casa de alguna amistad. No era una vida soñada, pero al menos ambos podían mantenerse a salvo.
El infante preguntaba a menudo:
Mamá, ¿por qué no puedo salir a jugar con mis amigos?
Porque es peligroso, hijo, aún estamos bajo amenaza.
¿Qué amenaza?
Ella no le explicaba las verdades razones. A pesar de ello, lograba imponer su autoridad:
—Una amenaza de la cual nunca podrás entender nada, corazón. Escúchame, si algún día una persona toca a la puerta y te pide que la invites a pasar a tu casa, ¿qué debes decir?
Que no.
Muy bien, cariño, esa es la respuesta. No puedo dejarte salir aún. Cuando seas más grande tal vez. Pero puedes invitar a venir a tus amigos, Dorotea se encargará de atenderlos.
Sus conversaciones siempre terminaban así. Carlitos entendía, en cierta forma, el sufrimiento de su madre y la obedecía en todo. Le hacía caso, no sin rechistar. Ella pensó muchas veces en contarle la historia completa, pero desistía siempre. Esperaré a que crezcas un poco más, entonces voy narrarte lo sucedido y tendrás que creerme, hijito. Confiaba en que la suerte estaría del lado de ambos. A pesar de todo, era una optimista.

Transcurrieron un par de años. Ella logró una mesurada estabilidad, para su persona y para su hijo. Se sentía contenta. Presentía que ya estaban a salvo, que el dolor nunca los alcanzaría. Carlitos cumplió diez años, era un niño bastante maduro. No esperaría a que él cumpliera doce, en un año le diría la verdad. Confiaba a plenitud en Dorotea ya que realizaba una excelente labor de niñera, además nunca hacía preguntas inoportunas. Con el tiempo, el ama de llaves se instaló en la casa. Cuidaba del pequeño las veinticuatro horas. Aceptó con naturalidad y cariño el extraño modo de vida de aquel chiquillo y su madre.
Poco a poco ella fue olvidando sus tribulaciones, mantenía una cierta esperanza de salvación, por primera vez pensaba en el futuro. Sin embargo, el color rojo y aquella forma líquida aún la seguían intimidando. No solo eso, cuando a veces salía a algún sitio de noche, miraba hacia atrás, temía que alguien la siguiera. En esos momentos sentía que las lágrimas que escapaban a través de sus cristalinos eran de remordimiento, no de miedo. Los recuerdos surgían otra vez, dispuestos a morderla, a devorarla. La oscuridad la estremecía, la mareaba, la hacía rogar que el amanecer surgiese pronto para cubrirlo todo de nuevo.

El día de su cumpleaños cayó martes. Ella se sintió inusualmente animada y se fue a celebrarlo con un par de amigas, las únicas que había hecho en su nuevo trabajo. Llegó a su residencia eso de las 9 p.m., llamó a Dorotea, pero no obtuvo respuesta. Aún era temprano, había tenido que huir de la compañía de sus allegadas para encontrar despierto a su vástago. Había comprado una pequeña torta y quería soplarla junto a su pequeño. Imaginó que él estaba dormido. Es una lástima, ya será mañana. Prendió las luces de la sala y lo vio, sentado en el sofá. Pálido y sonriente, sentado junto a Carlitos. De inmediato, el intruso se puso de pie. El pequeño lo tenía cogido de la mano. No. El adulto tenía cogido al infante.
—Hola, Cordelia —dijo el invitado.
Al principio ella no pudo hablar, ni siquiera moverse. Tras unos minutos, pudo hacerlo:
—¿Quién te dejó entrar?
—Fui yo, mami —interrumpió su hijo—. Dijiste que mi papá había muerto, pero no fue así, se salvó, ahora está aquí, conmigo, con nosotros, mami…
—¡Te dije que no le abrieras la puerta a nadie, Carlos! ¿Por qué lo hiciste?
—¡Porque él es mi papá, lo he extrañado mucho! Mami, no te enojes, míralo, está con nosotros de nuevo, ahora sí seremos una familia de verdad. Él me ha dicho que…
—¿Y Dorotea? ¡Dorotea!
El hombre soltó unas breves carcajadas y dijo:
—Está en el baño. Comenzó a gritar como una loca y... te imaginarás lo que tuve que hacerle. No te preocupes, Carlitos no me vio, estuvo sentado todo el rato en el sofá como un niño bueno. Le dije que se tapara los oídos.
Los labios del sujeto estaban cubiertos de sangre, acto seguido se los limpió con la lengua, haciendo una mueca de placer.
—¡No! ¡No! ¡NO! ¡Suelta a mi Carlitos! ¡Hijo, aléjate de ese monstruo y ven conmigo!
—No, mamá.
—¡Él no es tu padre! ¡Ya no lo es!
—Sí lo es, él...
De súbito, el que fue una vez su esposo levantó al pequeño de las axilas con fuerza y lo mordió en el cuello. La sangre borboteó como de un caño abierto. El niño no pudo ni gritar, sólo emitió una última palabra: Mamiii. Ella no pensó en nada en ese instante, lo intentó, mas no pudo. El engendro absorbía la sangre infantil. La mujer esperó su turno de rodillas.
NononoNoNoNoNONONONONONO.
Él se le acercó riéndose. Cordelia lo maldijo en voz alta, pero no se resistió, algo en ella había muerto cuando lo vio otra vez. Éste la cogió de los brazos y la levantó, la mujer no hizo el más mínimo gesto, solo pidió perdón, arrepentida de haber ocultado la tétrica verdad tanto tiempo. Arrepentida de su torpeza: había comprado aquella casa a nombre de su hijo.
Solo el propietario de una vivienda puede invitar a un vampiro a traspasar ese umbral.

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