sábado, 28 de marzo de 2015

Carlos Enrique Saldivar




el niño que quería ver a santa






          Luis deseaba mucho ver a Santa Claus. Algunos niños de su colegio comentaban que ese hombre rechoncho, vestido de rojo y blanco, dueño de una espesa barba cana, era quien traía los regalos de navidad. A sus seis años Luis empezaba a dudar de que aquello fuera cierto, sobre todo porque un profesor decía que no existía Santa Claus, que todo era una mentira, una fantasía en la que los infantes no debían creer. Hubo compañeros de Luis que también denotaban tal escepticismo pues sus padres, hermanos mayores y otros familiares les habían asegurado que Santa Claus era una mera invención de la sociedad. El pequeño intentaba creer, pero ¿y si fuese falso? ¿Si fuera verdad que son los papás quienes compran los juguetes cada año y los dejan al costado del árbol navideño para que yo los abra al despertarme? Luis se obsesionó con las historias de navidad, empezó a leer algunos relatos al respecto, a informarse acerca de Santa Claus, o Papa Noel, como lo llamaban sus hermanos mayores, Katia y Raúl. ¿Por qué me engañarían mis papás? Papa Noel sí existe, debe existir, ¿por qué no habría de ser real? Su padre le aseguraba que Santa sí era de verdad, que no se preocupara, que debía ser un niño bueno durante todo el año, que tenía que mandar su carta a Santa Claus, especificando allí el regalo que quisiese; eso sí, no se valía pedir cosas imposibles, había de ser realista, estaba bien un juguete, no muy caro, aunque Santa podría enviarle hasta dos obsequios, si es que no eran demasiado ambiciosos.

«Hay que pensar en los demás niños del mundo, Luisito».

Su madre también le decía que Papa Noel era real, y le contó cierta historia, la cual inspiró al pequeño, quien actuó de inmediato; envió una pregunta al periódico más importante de Perú, a la sección «Cartas infantiles». La pregunta era: «¿Papa Noel existe?»; según su madre, si esos señores que lo sabían todo, o casi todo, respondían que sí, entonces el infante podía creérselo. «Porque los diarios no mienten, Luis, no pueden engañar a los ciudadanos, eso no está permitido. Confía en ellos. La respuesta que te den será cierta».

Una semana antes del 24 de diciembre contestaron: «Sí, Luis, Papa Noel existe». El niño se puso muy contento, les contó a todos sus amigos del colegio que un grupo de adultos inteligentes del diario más importante del país le habían respondido que Papa Noel era real.

Sin embargo, nadie puede verlo —dijo uno de los escolares con tristeza.

¿Si existe, entonces por qué nadie puede verlo? —preguntó otro compañero.

Porque realiza su trabajo rapidísimo —respondió Luis—; viaja por el mundo, llega montando su trineo, acompañado de sus renos, desciende por la chimenea y deja los regalos. No quiere que nadie lo mire para que no entorpezcan su labor.

Enseguida Luis pensó, preocupado, que su casa no tenía chimenea.

En el recreo, Mara, una compañera del niño, se le acercó y le dijo que no era cierto aquello de que nadie podía ver a Santa Claus. La chiquilla añadió con un tono susurrante:

Mi papá me contó que lo vio una vez, cuando tenía nuestra edad, lo que pasa es que uno debe creer en él, entonces lo mirará. Tú también puedes verlo, si en verdad lo deseas.

—¿Tú lo has visto, Mara?

No, todavía no, pero voy a creer en Papa Noel con todas mis fuerzas, entonces lo veré.

Voy a creer en esta Navidad y podré mirar a Papa Noel, y lo felicitaré por la gran labor que hace en el mundo, por darle cada año juguetes a los niños.

—No solo son los obsequios, Luis. Santa lleva paz y armonía a los hogares.

—Es cierto, la Navidad no es solo dar y recibir, es compartir, es estar con quienes amamos. Muchas gracias, Mara. Tengo tantas cosas que agradecerle a Santa Claus…

Al terminar las clases, cuando su madre lo fue a recoger, Luis estaba rebosando de alegría. Faltaban pocos días para la Nochebuena, ya había mandado su carta a Santa Claus, un carro a control remoto y un muñeco de Batman, dos cosas no muy caras, pero que me harán muy feliz. El pequeño no cejaba en su búsqueda de información sobre la Navidad, leyó algo que le preocupó en un texto religioso que a su padre le habían prestado un día antes, el escrito negaba la existencia de Papa Noel, allí se señalaba que cada año en el planeta muchos niños morían de hambre y que en varios rincones del mundo había infantes que no recibirían regalos, que ni siquiera tendrían una cena navideña. Luis se inquietó, ¿acaso Papa Noel no visita a esos niños? Dejar obsequios en todos los lugares de la Tierra ha de ser muy complicado, hay lugares a donde Santa aún no ha podido llegar, estoy seguro de que esta Navidad todos los niños tendrán un regalo, espero que Santa Claus no se olvide de nadie, no me gustaría recibir un juguete mientras hay quienes no tendrán ni un plato de comida. ¿Si le escribo otra carta a Santa pidiéndole que, por favor, haga lo posible por visitar todos los hogares del mundo? ¿Si le digo que ya no me traiga mis dos obsequios y se los dé a alguien más? No, mejor no. Pero cuando crezca, ayudaré a los otros niños. Juro que lo haré.



Restaban solo un par de días para la Navidad, sus padres y sus hermanos se encontraban de excelente humor. Cenarían temprano, luego Luis podría reventar algunos cohetes con Raúl en el parque de enfrente. Después tendría que acostarse, aunque sería la primera vez en su vida que podría quedarse en Nochebuena hasta un poco antes de las diez de la noche.

Faltaba poco, ese día era lunes 22 de diciembre. Esa noche una idea comenzó a cocinarse en la mente de Luis, era un poco osada. Decidió pensarlo mejor al día siguiente.

El martes diseñó su plan, aunque durante el día estuvo dudando de si ponerlo o no en práctica. Su familia estaba muy emocionada por la proximidad de la fiesta navideña, en aquella época se creaba cierta magia en algunas personas, sus padres y hermanos no eran la excepción; Luis no quería arruinar tan gratos momentos con una travesura. Se mantuvo muy cauto y no mostró sus intenciones. Esa noche, en su cama, a punto de dormir, decidió que sí lo haría, que en la Nochebuena fingiría pernoctar y esperaría despierto a Santa Claus.



Es 24 de diciembre, todo sale de maravilla, Luis ha ayudado a su hermana a rellenar el pavo antes de que su madre lo metiese al horno. Ha cenado en familia, ha escuchado villancicos, ha hecho estallar algunos cohetes, que crearon luces maravillosas, y se ha ido a la cama, unos minutos antes de las 10 p.m.; pero no duerme, quiere mantenerse despierto, es la única manera de lograr su cometido. Su hermana tiene una salida a la playa al día siguiente, temprano, y se va a dormir. Su hermano se va a su cuarto, a ver una película de terror, relacionada con Navidad. Sus padres salen, a una fiesta en la casa de unos vecinos.

Ya casi va a ser la medianoche, Luis se ha mantenido despierto, con sigilo se levanta de su cama y en calcetines camina por el pasillo del segundo piso. Observa con cuidado los alrededores: su hermana duerme, su hermano también, ronca con su televisor encendido a escaso volumen. El niño baja las escaleras con lentitud, la oscuridad no le permite observar con claridad, pero distingue a una persona junto al árbol navideño. El corazón de Luis late fuerte. Es un hombre grande, gordo, vestido de rojo y blanco, ¡es Santa Claus! El infante quiere tocarle la espalda, hablarle, aunque primero ha de prender la luz y, justo antes de hacerlo, se da cuenta de que el personaje no está dejando regalos junto al nacimiento del Niño Jesús. El hombre está robando cosas de la casa, no, no puede ser Santa, él no haría eso. Luis intenta encender la luz, mas esta no funciona. El sujeto se ha percatado de la presencia del chiquillo, se acerca a este. Su rostro es el de Santa, es igual a él; no obstante, su cara se deforma, sus ojos, su nariz, sus orejas crecen, su boca refleja una hilera de colmillos. «Qué bonitos», dice con una voz gutural, y clava sus garras en la cara del niño.



Sus padres llegaron a las tres de la madrugada, se reían, estaban algo bebidos. Caminaron a trompicones y encendieron la luz de la sala. Ambos gritaron cuando lo vieron, sentado en medio de la estancia. Luis se hallaba con la piyama manchada, no tenía nariz, orejas, dientes ni lengua, las heridas parecían haber sido cauterizadas en cuanto se produjeron; sus ojos, anormalmente abiertos, reflejaban un horror imposible de describir

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